Pase, lea y opine

Pase, lea y opine. Algunas notas publicadas en Noticias, edicionrural.com o desgrabaciones de micros que hice en diferentes radios


Cuentos


Algunos cuentos y otras cosas para leer


El péndulo.

Yo lo recuerdo siempre así. Los brazos detrás del cuerpo, uno extendido y el otro cruzado detrás de la espalda sosteniendo el primero. Caminaba como contando los pasos. Se daba vuelta y me esperaba cada vez que me detenía a hurgar en una cueva de cuises, a elegir una piedra o simplemente para verlo avanzar.
También lo recuerdo, ante la mirada atenta de los vecinos y peones que esperaban la orden, con su horqueta en las manos. Las puntas que formaban el ángulo más agudo se perdían entre sus dedos y la otra enfrentaba el suelo. Hasta que en un momento, la vara comenzaba a moverse, primero despacio y luego con un subibaja agitado. “Perforen aquí”, decía y casi al únisono chocaban contra el suelo picos, palas y el trépano que finalmente haría brotar el agua. Decían que casi nunca fallaba. Ahora el tiempo y esa extraña capacidad de selección de la memoria lo convirtió en infalible. No importa si esa porción del suelo patagónico estaba recorrido por infinitos ríos subterráneos o si era pura suerte, lo cierto es que a mi abuelo se le adjudicaban la mayoría de las vertientes de agua de varias leguas alrededor.
Era rabdomante, pero esa palabra la conocí recién muchos años después.
Nunca me enteré si creía en Dios pero si supe de su boca que creía en las “energías” que la tierra, los objetos y las personas transmitían a su vara. Estaba convencido de que su búsqueda de agua tenía una lógica que los científicos algún día iban a explicar. Igual que su péndulo que con sus oscilaciones podía trazar un mapa de los yacimientos de petróleo, de metales preciosos y hasta medir la presión arterial de los individuos.
Era muy simple, un hilo de seda donde colgaban algo de plástico, en este caso un chupete en desuso; algo de metal, un clavo de herrar, y un vidrio perforado.
Recuerdo que ya enfermo y en la cama que nunca más abandonó, siguió maravillandome que su mano inmóvil sostuviera ese péndulo que ante mis ojos oscilaba sin razón aparente.
Recuerdo que me apuraba a salir del colegio para sentarme al lado de su cama, y escuchar como a los 15 años decidió dejar su Salas de la Ribera natal, allá en la provincia de Léon, en España, y lanzarse solo a la Patagonia argentina.
Me contó que piedra por piedra fue levantando su primera casa en las ocho leguas que le dio el gobierno; que junto a mi abuela sembraron los álamos que proporcionaron reparo a La Lorenza, que juntos llenaron de ovejas el campo, construyeron asequias, palearon nieve, cosecharon manzanas, cerezas, guindas, papas, nabos, coliflores, rabanitos y zapallos. Que juntos criaron 6 hijas y que juntos lloraron la muerte del único varón que con solo 15 años no pudo resisitir la pulmonía que le produjo más de seis horas de cabalgata bajo la lluvia y la nieve.
Hasta que un día me encontré con mi tía en la puerta que se apuró a decirme que el abuelo había tenido un mala noche, que en la mañana la cosa empeoró y que estaba en coma. No quise verlo más.
Nadie tuvo que explicarme nada cuando a los pocos días me hicieron faltar al colegio. Ni entré al velatorio en la casa de mi tía ni me bajé del auto cuando la columna cansina llegó al cementerio. Fue lo mejor. Unicamente maldigo no haber reclamado para mi ese péndulo que sólo tenía sentido en sus manos y que hoy extraño en las mías.

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Ni amor, ni nada de eso..

Siempre prefirió las mesas cercanas a la ventana. Decía que desde allí podía ver a sus amigos cuando llegaban, imaginar el pensamiento de la gente al pasar o simplemente seguir con la mirada las líneas de algún buen cuerpo. Por eso, aquel día, me sorprendió verlo casi escondido en una mesa del fondo. Su rostro mostraba que el whisky no había esperado la habitual ausencia del sol y sus gestos hacían pensar que la tristeza era el motivo. Apenas me senté empezó a buscar una excusa para nombrarla. “Las mujeres son un problema”, dijo burdamente, pese a que no era su estilo, y sin esperar que le diera una justificación para el relato. Inmediatamente me aclaró que esta vez no se trataba “de amor, de pasión ni de nada de eso”, aunque costaba creerle. Me contó que la conocía desde hacía tiempo sin haber nunca reparado en ella, que las amistades en común los habían reunidos sin que se dieran cuenta, que por casualidad un día compartieron una cerveza en un bar, y que allí empezó el problema. Sin dejar de repetir que no se trataba “de amor, ni de nada de eso”, me contó que ese día ambos admitieron que se habían pensado juntos en una cama. También reconocieron aquella primera noche que si la telaraña de amigos comunes no los hubiera unidos, jamás habrían tenido una posibilidad de pensarlo. Según él, el entorno los había arrojado a tener esa noche de confesiones pero también se transformaba en su mayor obstáculo. Pese a que ninguno tenía pareja, a escondidas y siempre a última hora comenzaron a encontrarse, y les gustaba la idea de un amor a escondidas entre dos personas solas. Casi todas las veces hicieron el amor como si no fueran ellos. Compartieron el último cigarrillo contándose historias de amores pasados aunque no del todo ausentes. Y se rieron juntos al imaginarse la sorpresa de sus amigos si los supieran desnudos y amándose. Con un vaso más en su mano admitió que “si las cosas hubieran sido de otra manera, no sé”, que pensaron en regalarse un tiempo frente al mar, en el sur, que miles de veces soñaron en cambiar sus rostros por unos días y poder pasear juntos un domingo a la tarde por el parque. Mi mirada lo obligó a aclarar, una vez más, que no se trataba “de amor, ni de nada de eso”, que si no hubiera luchado por ella, que si no no hubiera pensado en escapar ni le hubiera molestado tanto la ciudad. “No sé, se trataba de algo distinto –explicó-, tenía todo para ser un gran amor pero algo le faltaba”. Y eso era lo que lo ponía triste. Hubiera querido enamorarse de ella y que ella lo amara. Que juntos se rieran de la sorpresa de sus amigos y que abrieran la puerta sin tener que pensar excusas. Pero el amor había jugado algunas veces entre las sábanas sudorosas y en su imaginación. Sólo los había rozado por momentos que ellos no supieron atrapar, y eso lo ponía triste y lo llevó a buscar, aquella tarde, la mesa más escondida del bar.